Hay mucho que aprender de las formas de la naturaleza. Por ejemplo los hongos.
El hongo de pino, comestible y delicioso, suele destacarse por su color naranja tan intenso que todo lo tiñe. Crece y se hace visible en otoño para soltar sus esporas y reproducirse. La perfección de su forma y su estructura parabólica le permite erguirse a través del suelo buscando la luz, para luego expandirse a sus anchas, cubriendo a sus pies su pequeño mundo de bosque.
Cada hongo es diferente del otro, incluso dentro de una misma especie. Crecen de forma particular según los obstáculos que se enfrentan. Así aquellos con mas luz crecen grandes anchos y tienen un color más claro, mientras que otros se mantienen compactos y escondidos debajo de la pinocha.
Lejos de sentirse intimidado por el alto porte de los arboles que los rodean, y a diferencia de las flores y sus frutos, el hongo, sabe no mostrar ostentación. Mantiene visible a nuestros ojos una pequeñísima parte de sí. Manteniendo enterrado bajo el suelo su vastedad. Oculta, escondiendo bajo el manto vegetal un mundo de conexiones invisibles, la enmarañada red de misceláneas, delgadas y sensibles, que tejen una red que los interconecta. Raíces que se extienden entre un hongo y otro, formando pequeñas colonias. Y a su vez unidas entre sí, mantienen el contacto con otras plantas. En conjunto protegen y conectan silenciosa y misteriosamente el suelo del bosque. Hilos invisibles que conforman el mundo bajo mis pies.